Nadie los ve llegar. Viajan cientos de kilómetros en peores condiciones que la mercancía y ese apenas es el principio de su calvario.

Más de 700 kilómetros a bordo de camiones de caja cerrada desde la montaña de Guerrero hasta el Bajío por carreteras sinuosas y en el hacinamiento más rancio.

Según la Red Nacional de Jornaleros y Jornaleras Agrícolas, más de 400 mil familias mexicanas se encuentran en movimiento constante.

Son nómadas que van buscando sustento o que huyen por las condiciones de violencia o pobreza que les ofrece su entorno.

Entre 2006 y 2012 de la montaña de Guerrero salieron más de 50 mil jornaleros, 47 por ciento mujeres.

En sitios como Tlapa de Comonfort, Guerrero, y alrededores de la montaña las oportunidades son contadas.

Por eso los mixtecos, tlapanecos o nahuatales tienen que escapar de la sierra para buscarlas en forma de trabajo.

Se organizan en caravanas con camiones y ahí se acomodan hombres, mujeres y niños. Familias enteras deben pagar su pasaje que incluye el viaje hasta los campos donde trabajarán en la pizca.

El líder sabe cómo y en dónde negociar. Conoce el idioma y tiene el vehículo, lo que ciertamente lo pone en ventaja respecto a los suyos.

Es una especie de coyote que trata con la mano de obra de otros como él, incluso de su propia familia.

A Guanajuato llegan en abril. Están en al menos ocho municipios como León, Silao, Romita, San Francisco del Rincón, Guanajuato y Dolores Hidalgo.

Trabajan cosechando chile y tomate. Se habla que son tres mil, pero hasta ahora no hay un censo oficial.

Desde 2012 la asociación Centro de Desarrollo Indígena Loyola (CDIL) ha dado cuenta de su paso.

“El fenómeno es grave. Grave en términos de lo que padecen niños y niñas en los campos de trabajo. Grave en términos de vivienda. La gente se acomoda en corrales, en obra negra, en bodegones, grave en términos de alimentación porque comen si se puede, dos veces al día y lo que haya. Grave en términos de educación porque es muy complicado atender sin un programa nacional para niños y niñas que pasan tres, cuatro meses en un lado y luego otros tres o cuatro meses en otro, y regresan”, dice David Martínez Mendizábal, estudioso del fenómeno.

En los campos de Guanajuato están hasta agosto, pero todo depende del trabajo. De aquí viajan a otros estados como San Luis Potosí, Jalisco, Zacatecas o Sinaloa.

“-¿Cuántos años tienes?

-Tengo 16. Estudié en Tlapa de Comonfort, Guerrero.

-¿Y qué estabas estudiando?

-Secundaria.

-¿Y luego qué haces acá?

-Este, vengo a trabajar con mi papá porque tenemos necesidad de muchas cosas, por eso vengo a estudiar aquí”, documenta “Na’Valí. En el jornal”, mediometraje producido por el CDIL y dirigido por Diego Ramos.

“Sí son condiciones de vida terrible las que tienen ahí donde se asientan. Sin embargo, el desconocimiento y la poca importancia y la indiferencia que se manifiesta en la sociedad ante esta situación pues es tremenda”, comparte Ramos, quien se tuvo que ganar la confianza de los indígenas a base de repetidas visitas y gracias a la intervención del CDIL.

Una barrera permanente es la comunicación. Los agricultores sólo deben entenderse con uno de ellos, e incluso las brigadas de salud o derechos humanos que se ocupan de atenderlos, son muchas veces rechazadas por miedo o desconocimiento. La ayuda la terminan aprovechando los campesinos del área donde los indígenas cosechan.

Cuando alguno de ellos enferma o una embarazada va a parir, se enfrentan a que en los hospitales no hay intérpretes para ayudarles.

Sólo en los campos de León, la Dirección de Desarrollo Rural censó a 16 embarazadas, 9 nacimientos y 4 abortos en la temporada 2017.

Y las condiciones laborales no son mejores. Los agricultores les pagan a destajo, menos de lo que cobra un trabajador de la región y se arreglan sólo con uno de ellos, por lo que en el proceso cualquiera de las partes puede tomar ventaja.

“Hasta los mismos vecinos les venden más caro. Si una cerveza la venden a 12 pesos, a ellos se las dejan en 15. La verdad todos abusamos, para qué le voy a decir que no”, admite Toribio, un anciano de piel gruesa y claro entendimiento de Barretos, León.

En eso coinciden los estudiosos del tema.

“Si bien es cierto que tenemos que exigir el respeto a los derechos humanos de nuestros paisanos que están en el norte, así tenemos que atender a la gente tanto del país como la migración de tránsito que viene de Centroamérica. Yo digo que es un espejo de congruencia, no podemos exigir afuera lo que no podemos hacer adentro y queda un trecho bastante grande por atender”, admite David Martínez.

Lo cierto es que hasta ahora no hay un protocolo de atención integral donde colaboren autoridades de los tres niveles. Los esfuerzos son aislados y muchas veces desaprovechados.

El fenómeno es un espejo que nos confronta con nuestra realidad, la realidad como tratamos en México a nuestros migrantes internos que están en busca de su “sueño americano”.

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