A todos nos ha pasado alguna vez: entramos a un baño público, paseamos al perro, limpiamos el arenero del gato o simplemente compartimos espacio con alguien después de una comida pesada. De pronto, un olor desagradable invade el aire y no podemos evitar preguntarnos: ¿qué es exactamente lo que estamos inhalando? Desde hace tiempo se sabe que el olfato humano puede identificar hasta 10 mil aromas distintos. Esto es posible gracias a una zona del tamaño de un sello en lo alto de la cavidad nasal: el epitelio olfativo. Allí, millones de neuronas receptoras detectan las moléculas que flotan en el aire y las traducen en olores. Y sí, entre esas moléculas están las responsables del inconfundible agradable –como el de las flores silvestres– y también las de experiencias olfativas mucho menos poéticas. Pero la pregunta incómoda –y científicamente legítima– persiste: ¿cuánto de ese olor viene acompañado de… materia fecal? LA COMPOSICIÓN QUÍMICA La ciencia olfativa es clara en esto: lo que olemos son moléculas, no materia sólida. En el caso de los gases, su característico olor proviene de compuestos como el sulfuro de hidrógeno, el metanotiol y los sulfuros de metilo volátiles, subproductos del trabajo de las bacterias intestinales. Aunque son solo una pequeña fracción del gas expulsado –que en su mayoría está compuesto por nitrógeno, oxígeno y dióxido de carbono–, son los culpables del hedor. Así lo explica How Stuff Works, y otros estudios, como el recogido por la Royal Society of Chemistry, respaldan esta composición gaseosa con algunos experimentos: tubos de ensayo rectales y análisis de contenido molecular. EXPERIMENTO QUE CAMBIÓ TODO Hasta aquí, todo en orden. Es aire, aunque maloliente. Pero las cosas se complican cuando entra en escena una enfermera preocupada por la esterilidad del quirófano donde trabaja. La historia, documentada en British Medical Journal y relatada por el divulgador científico australiano Dr. Karl Kruszelnicki, dio pie a un experimento que ya es leyenda en la divulgación científica. Preocupado por la posibilidad de que las flatulencias pudieran contaminar un entorno estéril, el Dr. Kruszelnicki decidió buscar evidencia. Para comprobarlo, junto con el microbiólogo Luke Tennent, reclutó a un compañero dispuesto a participar en una demostración poco convencional. El voluntario emitió gases sobre dos placas de Petri situadas a unos cinco centímetros de distancia: primero vestido y luego sin barrera de tela. Al día siguiente, solo la placa expuesta directamente presentó signos de crecimiento bacteriano –microorganismos típicos de la piel y del intestino–, mientras que la que había estado “protegida” por la ropa permaneció limpia. El hallazgo confirmó lo que ya sospechaban: la tela funciona como un eficaz filtro biológico. Como explicó el propio Dr. Kruszelnicki al Canberra Times en 2001, la deducción fue clara: la velocidad del gas habría arrastrado bacterias de la piel hasta la placa. Pero que no cunda el pánico: las bacterias encontradas eran similares a las que se encuentran en el yogur, no patógenas. LA CONCLUSIÓN La conclusión es clara: mantén buenas prácticas higiénicas, como tirar de la cadena con la tapa cerrada para evitar aerosoles, no aguantar las flatulencias (pero mejor lejos de otros) y lavarse las manos después de manipular cualquier tipo de desecho orgánico. Tu olfato te advierte, pero la higiene te protege. (Texto y fotos: Tomados de DW Español) Compartir Navegación de entradas Cómo dejar de ser adictos al móvil, según la ciencia Información clara, clave sobre el Acueducto Solís