La familia siempre ha jugado y jugará un papel importante en la forma en que una persona llevará a cabo su vida.

Para bien o para mal, las enseñanzas de casa siempre nos marcarán de una u otra forma.

Pero, ¿qué pasa cuando todo lo que te enseñaron está mal?

En mi experiencia, me formé en una familia tradicional. Me enseñaron desde pequeña que la educación y los buenos modales son la base de todo.

Sin embargo, también me enseñaron que “calladita me veía más bonita”.

Me dijeron que debía vestir siempre “adecuadamente”, pues, de no ser así, estaba provocando a que me faltaran al respeto.

Me vendieron la idea de que, para poder ser feliz, debía casarme, y que lo que mi esposo dijera estaba bien.

Crecí viendo a algunas mujeres de mi familia sometiéndose a los peores tratos, y perdonando lo imperdonable por “amor” a un hombre.

Observé cómo juzgaban y criticaban a quien no “embonaba” en sus ideales.

MOMENTOS DECISIVOS

Recuerdo varios momentos que solo reafirmaron lo mal que estaba seguir esas reglas. Por ahora me permitiré redactar algunos.

“Tú lo provocaste”

Tenía 15 años, era un domingo soleado por la tarde, me había dirigido a comprar tortillas para la comida. Vestía un pantalón holgado color azul y una blusa blanca de tirantes por el calor. Caminaba por la calle hacia mi casa cuando escuche a una bicicleta acercarse, no presté atención, sin embargo, en cuestión de segundos, sentí cómo un infeliz tocó mi trasero. Me paré en seco, pasó frente a mí riendo, preguntando si quería más. Mi cuerpo tembló, y de mis ojos salieron lágrimas; lágrimas de miedo y enojo.

Al llegar a casa, le conté a mi madre. Ella se molestó, lanzó mil ofensas por segundo hacía aquellos hombres y, al final, solo dijo: “Te he dicho que no salgas con blusas así, por eso les pasa lo que les pasa”.

Sus palabras fueron como un golpe en mi pecho, un golpe que duro meses. Pensaba que era yo la culpable. Tuvieron que pasar tres años para entender que no era así.

“Quién sabe qué andas haciendo”

Era una mañana tranquila, tenía 18 años, cuando al despertar observé algo en mi cara. Justo en mi labio estaba apareciendo un brote, no le di importancia.

A la tarde siguiente, la “espinilla”  era más grande, pero no lucía como espinilla. Esa tarde se encontraba en casa una hermana de mi madre; ella trabaja en el ámbito de la salud.

De manera inocente pregunté frente a todas cómo hacer para que esa espinilla se cayera rápido. Nunca esperé la respuesta ni la reacción. La hermana de mi madre volteó a verme y, con cara de asco, dijo: “Eso no es una espinilla, es un herpes y no se truena”. Y yo, aún sin entender exactamente, pregunté: “¿Por qué sale?” Y ella dijo: “Pues no sé tu qué andaras haciendo”.

No sé qué me dolió más, si la forma en que me miró o el tono de su voz, o quizá que todas las ahí presentes voltearon a verme con asco, pero lloré.

Lloré en silencio, porque no estaba haciendo nada de lo que ella insinuaba; lloré porque era inocente de lo que se me acusaba.

Ese día entendí dos cosas.

La primera: la inteligencia no se mide por el grado académico que una persona tenga.

La segunda: si mi propia familia me juzgó sin saber exactamente la situación, ¿qué podía esperar de alguien más?

Qué bueno que el feminismo está teniendo el impacto actual. Agradezco que cientos de mujeres se han cansado y han alzado la voz para defender a todas.

Me alegra saber que esas mujeres que hoy luchan lo hacen por ellas, por mí, por todas.

Confío en que un día se nos dejará de juzgar por cómo vestimos, hablamos y caminamos.

Espero que mis ojos puedan ser testigos del momento en que se nos deje de acusar de “provocar”; de provocar que nos toquen, nos violen y nos maten.

Y, sobre todo, que nos dejen de matar.

Por: Andrea Sánchez

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