En su campaña contra Guanajuato, único estado del país que le otorgó apenas 30 por ciento de la votación en su triunfo electoral del 2018, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha dirigido en los últimos meses sus baterías y poder del Estado mexicano contra una persona: el fiscal general del estado, Carlos Zamarripa Aguirre.

Para el presidente, todos los problemas de inseguridad en la entidad se originan por la larga permanencia de Zamarripa en el cargo ignorando -una vez más como lo ha hecho a lo largo de su Presidencia- que fue electo por el Congreso local tras una reforma a la Constitución Política del Estado de Guanajuato en 2017, independiente de los dictados de la Federación. El antecedente que tiene el presidente para destituir a un fiscal ocurrió en septiembre de 2019 en el estado de Veracruz, cuando presionó -y con éxito- al gobernador de su partido, Cuitláhuac García, para provocar la salida del cargo del fiscal Jorge Winckler, quien había sido elegido por el Congreso veracruzano para ejercer el cargo de 2016 al 2025. Ahí, López Obrador impuso su voluntad sin que le importara traspasar la soberanía de un Congreso estatal.

La semana pasada, el fiscal guanajuatense admitió que sí está sintiendo la presión ejercida desde la Presidencia y, contrario a su arrogancia manifiesta, el funcionario expresó temores hacia su persona sin decir públicamente si había recibido amenazas de algún grupo criminal para dejar el cargo. En esa aparición pública, ante rotarios de León, Zamarripa denunció que había “intereses perversos” ajenos a los criterios técnicos y constitucionales para justificar su salida y lamentó que la presión sea usada con fines político-partidistas.

PRIMERO LA INSTITUCIÓN

No se trata de defender aquí la figura del fiscal Zamarripa, pero hay datos que el presidente prefiere ocultar con respecto al funcionamiento de una Fiscalía General de Guanajuato que ha sido certificada por el gobierno de Estados Unidos tanto por el manejo de su sistema de justicia penal como por la capacitación de sus policías estatales, bajo el esquema de la Iniciativa Mérida.

En su visita de octubre pasado, el entonces embajador estadounidense en México, Christopher Landau, destacó la colaboración entre el gobierno de Estados Unidos y Guanajuato en materia de capacitación, certificación y equipamiento en seguridad y procuración de justicia. El diplomático elogió de primera mano el trabajo de los 11 laboratorios de diferentes disciplinas forenses, así como el funcionamiento de los Servicios de Investigación Científica de la Fiscalía del estado. La propia embajada de Estados Unidos ha elogiado también el aumento salarial a las policías estatales de Guanajuato.

Otro dato. En su más reciente reporte sobre el Índice de Impunidad Estatal, la organización no gubernamental México Evalúa ubicó a Guanajuato en el segundo lugar con menos impunidad (74 por ciento) en comparación con el promedio nacional de 92.4 por ciento. Es también uno de los estados con el mayor índice de confianza en el Sistema de Justicia Penal y de los que más presupuesto asigna a la Fiscalía y la que más recursos entrega a la Defensoría.

En un informe de mayo pasado, la organización destaca también el buen funcionamiento del Consejo de la Judicatura de Guanajuato por el trabajo de los jueces. No obstante, esta organización civil coloca a Guanajuato entre los cinco peores en cuanto al Índice de Confiabilidad de la Estadística Criminal (ICEC).

¿Es el fiscal o la institución, señor presidente López Obrador? ¿O será que no le gusta cómo se enfrenta a la delincuencia en Guanajuato, siendo, efectivamente, el estado con más homicidios en el país? Cuando Guanajuato dio el golpe más fuerte a la delincuencia en lo que va de este sexenio con la detención del líder del cartel de Santa Rosa de Lima nunca se aplicó la política de “abrazos no balazos” ensalzada por el presidente. ¿Será que desde entonces esta detención ha sido una espina clavada al presidente? ¿Acaso le hubiera gustado ver en Guanajuato una escena similar a la de Ovidio Guzmán López en Sinaloa?

Compartir